La educación de la fe en familia
El hogar es familia en acción
¿Qué se enseña en la familia?
¿Quién enseña en la familia?
¿Cómo se enseña en la familia?
¿Qué clase hombre se aprende a ser en familia?
El hogar como epifanía de Dios
Educar sobre la fe, en la fe y con fe
CUESTIONARIO
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El hogar es la familia en acción
Familia y hogar no son palabras totalmente sinónimas. Hogar añade al concepto de familia el matiz de la existencia concreta, el desarrollo histórico, el crecimiento orgánico. El hogar es la familia haciéndose, encarnándose en multitud de acciones y objetos: las tareas domésticas, las costumbres, las tradiciones, las fiestas, la gestión del dinero, las decisiones que se toman, los objetos que se usan, etc. Estos elementos son como órganos de un único cuerpo, que goza de vida y personalidad propias. Los hay accesorios y secundarios, que pueden extirparse en caso de enfermedad, y los hay vitales, sin los cuales la familia muere. Entre estos últimos se encuentra sin duda la educación.
En el hogar, como sabemos, todo tiene virtud educativa, empezando por las tareas domésticas; todo “habla”, todo evoca valores, tradiciones y vínculos, hasta el mobiliario y la limpieza. El hogar es una gran escuela donde las lecciones no sólo se escuchan o leen sino que se respiran, se palpan, se gustan, se pisan, donde maestros y alumnos intercambian misteriosamente sus papeles, y donde todas las circunstancias, según como se modelen, pueden formar a la persona o empobrecerla irremisiblemente
¿Qué se enseña en la familia?
En nuestra “sociedad de la información”, donde vivimos tan saturados de noticias e imágenes y donde la comunicación se hace a veces atosigante resulta muy oportuna la distinción entre saber y tener datos. Porque existe, en efecto, una clase de saber irreductible a datos científicos y técnicos, un conocimiento sumamente sutil y trascendental. Esta lección es justamente la que se imparte en el hogar, y los padres son sus catedráticos.
Ciertamente en el hogar se enseñan cosas, ¡y muchas!: todas las ciencias, las letras y las artes están incoadas aquí de un modo u otro. Ahora bien, por encima de todo, lo que se enseña en casa es a ser lo que se es: hombre. La humanidad es aquí la lección y tarea primordial. Y más en concreto lo que se enseña es a ser tal persona, tal varón o mujer, o sea tú.
Para ello es necesario trascender el plano físico y psíquico, que es donde se quedan, por desgracia, muchos colegios. Pensemos por ejemplo en la llamada “educación sexual”, que en realidad no es más que un tratado de genitalidad, o como mucho de psicología mecanicista. Para educar hay que avanzar hasta la dimensión espiritual, que es donde surge la pregunta por el sentido de la vida: ¿qué hago yo aquí? ¿para qué he nacido? ¿de dónde vengo? ¿adónde voy?
Resumamos esta idea en el siguiente cuadro:
Plano físico- psíquico:
lo que dicen la medicina, psicología, sociología, historia, economía, etc
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lo que soy
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→ datos
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Plano espiritual o personal: la vida ética y la relación con Dios
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lo que hago con lo que soy
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→ sentido
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La educación en la fe se sitúa en el centro de este plano espiritual, aportando aliento vital, unidad y perspectiva a los demás conocimientos. Por eso es imprescindible educar en la fe y desde la fe, ya sea en la familia como en su prolongación natural, que es la escuela. Obrar así significa no limitarnos a decir al niño lo que es un monte o un lago, sino entregarle un mapa y una brújula, para que pueda avanzar por su propio pie.
¿Quién enseña en la familia?
¿Quién hace de maestro aquí y en qué medida? Como hemos apuntado más arriba la Maestra por antonomasia es la familia misma: ahí radica su peculiar autoridad y su genuina riqueza. Porque la virtud formativa de la familia proviene de ser una comunión de personas, acaso la más perfecta de todas. Una comunión de personas es aquel tipo de unión interpersonal que resulta de aceptarse incondicionalmente sus miembros: no por tener lo que tienen sino ser quienes son, lo cual sólo puede ser fruto del amor. En la familia cada persona vale no por ser como es sino por ser quien es. Y todo lo que se enseña o aprende en familia está marcado —o debe estarlo— por este principio de aceptación incondicional.
Comunión de personas no es, pues, agregación caótica, sino que implica una estructura concreta, según la cual cada miembro desempeña su función propia. Los padres deben de hacer de tales, e igualmente los hijos. En este sentido educar es tarea que incumbe sobre todo a los padres, pero sin olvidar que todos aprenden de todos, y que los mayores, hasta los abuelos, están en casa en permanente formación.
En la mencionada estructura familiar hay otro rasgo esencial que por desgracia se olvida a menudo: la complementariedad varón-mujer. Esta complementariedad radica en el vínculo matrimonial, origen de cada familia, pero se extiende a todo el hogar enriqueciendo las relaciones entre varón y mujer con el respeto, el pudor y la admiración recíprocos. Esto se manifiesta en la educación de diversos modos. Por ejemplo los padres constituyen para el niño como un maestro dual: enseñan lo mismo pero de distinto modo. La diferencia y la igualdad se proyectan en la materia misma que se enseña, y en especial en lo que atañe a Dios. Sería un error, por tanto, que el padre se desentendiera de la catequesis de los niños, o que eludiera por un malentendido pudor el rezar con ellos. Nunca rezar debe parecer “cosa de mujeres”.
¿Cómo se enseña en la familia?
El hogar se realiza y expresa mediante una economía de signos. Las “cosas de la casa”, tareas y tradiciones, son encarnación y autoconciencia de la familia. Aquí precisamente es donde engarza la “iglesia doméstica” con la Iglesia universal, haciendo posible un puente pedagógico entre una y otra.
El símbolo es, además, el lenguaje por antonomasia de los niños, y debemos recuperarlo hoy, que tanto se profesa “culto al dato”. El lenguaje simbólico es el encarnado y concreto, se funda en la espiritualidad del cuerpo —o corporeidad del espíritu— que es la primera vivencia del hombre ya en el seno materno. ¿Y qué es el hogar sino la ampliación de ese seno? Después de nacer de la madre todo hombre necesita nacer de nuevo de esa madre grande que es el hogar. Pues en el hogar no sólo se nace sino que se aprende a nacer, a permanecer toda la vida en constante nacimiento.
Sócrates empleaba como método pedagógico la mayéutica, que es el arte de la nodriza, porque todo educar (de e-dúcere, sacar fuera) es un cierto engendrar; es hacer que el interlocutor salga de sí y se haga consciente de lo que, en cierto modo, ya sabe.
En la familia este hacer-salir de la educación tiene, como decimos, un sentido más radical, pues está ligado al alumbramiento corporal. La verdadera educación es prolongación natural del proceso de dar a luz, y se inserta en la llamada socialización primaria; está en continuidad con la leche materna, los primeros pasos, los cuidados higiénicos, la ropa, etc.
Para una mentalidad naturalista, en cambio, la educación no sería más que un “recubrimiento” cultural añadido a un hecho biológico. Lo que engendran los padres, el bebé, en el fondo no sería más que un animal, que sólo se convierte en persona al asumir las diferentes capas de cultura que le impone la sociedad, de modo semejante a la mantequilla sobre la tostada. Evidentemente en una educación así concebida los padres son sustituibles y accesorios; no habría inconveniente en que el Estado ocupara su lugar. Pero este planteamiento es falso porque parte de una antropología dualista, típicamente moderna, que niega al cuerpo su dignidad personal y su espiritualidad.
Hay que defender por consiguiente que el verdadero educar es un alumbrar en el doble sentido de la palabra: no sólo dar-luz sino dar-a-luz. Esta idea adquiere toda su envergadura en el plano sobrenatural: la vida cristiana es un estar naciendo en Cristo, del Padre, por el Espíritu Santo. Recordemos a este propósito la conversación con Nicodemo: “En verdad, en verdad te digo que si uno no nace de nuevo, no puede ver el Reino de Dios” (Jn 3, 3).
Este nacer de nuevo se traduce en la práctica en la conversión personal, en la apertura íntima a la Gracia. Por eso podemos decir que el horizonte de la educación, su cumplimiento más pleno, es la conversión a Cristo: tiende a Alguien, no a algo. El fin del pensar es el amar: en esto radica la belleza de la educación, lo que hace del aprendizaje una aventura ilusionante. Especialmente tratándose de Cristo, cuya Persona fascina, cautiva y enamora, porque es Alfa y el Omega, hombre clave y la clave del hombre.
Para provocar tal conversión, sobre todo los padres en sus hijos, el educador cristiano debe convertirse él en primer lugar; sólo así su enseñanza se torna creíble y atractiva. Vale más un testigo que un maestro (sobre todo a los ojos de un adolescente). Este planteamiento se resume en la frase de Felipe a su amigo Natanael: ven y verás (Jn 1, 46), que es muy distinto que decir: “quédate y te explicaré”. El amigo —y más aún el hijo— dice sin palabras: “no me expliques cómo es sino llévame adonde está”. La diferencia entre transmitir datos y conducir personas está justamente aquí, y constituye la clave de la autoridad moral. Los oyentes de Jesús lo captaban de inmediato, aunque no entendieran a fondo sus argumentos: Quedaban admirados de su doctrina, pues les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas (Mc 1, 22).
¿Qué clase hombre se aprende a ser en la familia?
Según acabamos de decir, lección y tarea de la familia es la humanidad en cuanto tal. Ahora bien, ¿de qué humanidad se trata? ¿Qué hombre es este? Para empezar es un hombre que se preocupa por ser quien es, que se reconoce inmaduro, incompleto, deficiente, por labrar, por descubrir, por conquistar, que se ve a sí mismo como proyecto posible e ilusionante. No todos los hombres son así, mejor dicho, no todo dentro del hombre es así. En cada uno de nosotros, en efecto, convive este hombre superador y esperanzado con el otro resabiado y derrotista, endurecido en sus juicios, que se da por sobradamente formado. Se trata de los hombres nuevo y viejo de que habla san Pablo (Ef 4, 22-24), expresando de este modo el conflicto entre gracia y pecado que tiene lugar dramáticamente en el corazón de todo hombre.
Podríamos resumir así este antagonismo:
hombre viejo
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hombre nuevo
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● Endurecido en su experiencia
● desencantado,
● pesimista,
● autosuficiente,
● voluntarista
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● Vive de esperanza y no de experiencia,
● Dice a menudo: gracias, perdón, ayuda
● Cuenta con el factor-Gracia, es decir, con los sacramentos y la oración
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Para educar en la fe es necesario que el que enseña y el enseñado se involucren personalmente en este dinamismo, y se apoyen mutuamente en él. Se enseña a creer en Dios creyendo en sí mismo y en los demás por Dios.
Como vemos, hacer familia, ser miembro vivo de este cuerpo, comporta una fe al menos humana, que viene confirmada y elevada por la fe sobrenatural que nos llega por la Iglesia y sus sacramentos. Por eso cuando educamos la fe estamos ensanchando la fuente misma de la familia y purificando sus aguas.
El peligro del hombre viejo se presenta en la práctica bajo las múltiples formas de vulgaridad: pereza, consumismo, disipación audiovisual, chabacanería, hedonismo, etc. Son los virus de la familia y de la educación en ella; alienan a la persona y desfiguran su identidad genuina. Vulgaridad significa darse por perdido, abdicar de la propia grandeza, tratarse como a un mediocre, desistir de la vocación y acatar la propia debilidad como un dogma.
Para huir de la vulgaridad y afianzar el hombre nuevo es necesario un doble programa, moral y educativo a un tiempo:
1ª) Lucha ascética: según la etimología griega ascesis puede traducirse por entrenamiento (“asceta” viene de «askëtés», profesional, deportista). El entrenamiento espiritual, es decir, el ejercicio de las virtudes (prudencia, justicia, fortaleza, templanza) es así la principal pedagogía de lo humano en cuanto tal. Las virtudes no son —como quiere cierta tradición puritana, de raíz protestante y nominalista— “buenas costumbres”, simple formalidad, corrección social o religiosa.
2ª) Apertura a la Gracia: Nuestra “conexión” a la vida de Cristo acontece principalmente en los sacramentos, aunque también mediante el hábito de pedir y reconocer los dones recibidos, tanto de Dios como de los demás. En la práctica se traduce en saber dar gracias, pedir ayuda y pedir perdón.
El hogar como epifanía de Dios
Cuando la fe se vive y enseña así, la familia se convierte en zarza ardiente: lugar donde Dios, envolviendo la humilde maleza de la vida cotidiana, se manifiesta y habla. La comparación es apropiada ya que hogar viene de focus, fuego. Era el lugar en las casas antiguas que servía al mismo tiempo de cocina, calefacción, luz, y centro de reunión familiar. Algo parecido a lo que en algunos sitios es la mesa de camilla y actualmente —¡por desgracia!— la televisión. De la educación depende que el hogar sea efectivamente hoguera, pues la educación no sólo acontece en el hogar sino que crea hogar: refuerza los vínculos que unen a sus miembros.
La familia es además iglesia doméstica. Se trata de un concepto de gran calado teológico que no podemos desarrollar aquí. Baste decir que Iglesia universal y familia coinciden en ser las dos formas perfectas en que es posible la comunión de personas, fruto del don de sí recíproco. En la familia esto ocurre en un plano natural, haciendo como de umbral, comienzo y signo de lo que es la Iglesia universal. Por eso, en palabras de Juan Pablo II, la familia es primera y fundamental realización de la Iglesia (Mensaje Jornada Mundial de la Juventud 1998, 7).
El niño se abre poco a poco, mediante el lenguaje simbólico, a esta realidad sobrenatural sintiendo la Familia de Dios, que es la Iglesia, en continuidad con su familia humana. El Catecismo de la Iglesia católica lo explica del siguiente modo a propósito de la oración:
La familia cristiana es el primer ámbito para la educación en la oración. Fundada en el sacramento del Matrimonio, es la "iglesia doméstica" donde los hijos de Dios aprenden a orar como Iglesia y a perseverar en la oración. Particularmente para los niños pequeños, la oración diaria familiar es el primer testimonio de la memoria viva de la Iglesia que es despertada pacientemente por el Espíritu Santo. (Catecismo, 2685)
Educar sobre la fe, en la fe y con fe
Para concretar lo dicho distingamos los siguientes tres aspectos de la educación. Importa comprender bien la relación entre ellos para cultivarlos armónicamente, ya que los niños perciben con gran lucidez la coherencia de vida en el educador.
● Educar sobre la fe: quiere decir enseñar los rudimentos del dogma y la moral, haciéndolo de modo acomodado a la edad y circunstancias. Se requiere, como sabemos, buena dosis de imaginación, paciencia, sentido del juego, etc, pero también —no lo olvidemos— el hábito escuchar a los pequeños y tomarlos rigurosamente en serio.
● Educar en la fe significa vivir lo que creemos, encarnar lo que profesamos, demostrar que recurrimos a la Gracia de Dios habitualmente y que la celebramos con gozo. Las manifestaciones son muy diversas: asistir a Misa juntos, confesarnos, rezar en familia alguna oración, por ejemplo el ángelus, decorar las habitaciones con imágenes de Nuestra Señora, etc. La fe debe ser ambiente que se respira y nunca formalidad muerta.
● Educar con fe significa creer en las personas: en primer lugar en Nuestro Señor, lógicamente, pero también en aquellos a quienes queremos educar. Necesitamos creer que ese niño al que hablamos madurará, entenderá, se superará, se sacará de dentro a esa persona maravillosa que promete ser, llegará a ser el que Dios quiere, es decir santo. Y también hemos de creer en nosotros mismos, en que Dios obrará a través de nosotros si le somos dóciles, que hará milagros a pesar de nuestros pecados, que seremos instrumento e imagen de su Hijo si nos fiamos de Él.
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CUESTIONARIO
Para debatir las cuestiones planteadas en este artículo y facilitar su aplicación práctica proponemos a continuación un CUESTIONARIO, pensado especialmente para los padres. Distribuimos las preguntas según cinco objetivos básicos.
1º) Iniciación al “sentido de Dios”
¿Ayudamos a nuestros hijos a entender que Dios es ante todo un padre bueno, que nos quiere y nos cuida en todo momento? ¿Notan que sabemos abandonarnos en Él en los agobios y preocupaciones cotidianas?
2º) Iniciación al conocimiento de Jesús
Con ocasión de fiestas litúrgicas, imágenes piadosas, tradiciones, lecturas, películas, etc, podemos narrarles episodios de la vida de Jesús. ¿Sabemos contar, con gracia e imaginación, como un cuento, la vida de Nuestro Señor?
¿Sabemos suscitar en los pequeños la admiración y el atractivo por su Figura?
¿Cómo aprovechamos en este sentido la Navidad?
3º) Iniciación a la vida de piedad
La oración debe ser para ellos algo sugestivo y atrayente, no aburrido, aunque exija un poco de esfuerzo. ¿Sabemos explicarles el porqué, para qué y cómo de la oración?
¿Les sugerimos que recen cuando tienen una preocupación o una pena? ¿Les ayudamos a dar gracias a Dios por las cosas agradables?
¿Nos ven a los mayores recurrir a la oración con naturalidad, para dar gracias, pedir por las necesidades cotidianas, etc?
¿Rezamos con los niños al levantarse y acostarse? ¿Colaboran en esto papá y los hermanos mayores? ¿Sabemos hacernos niños con ellos? ¿Conocemos un repertorio de oraciones infantiles?
¿Tienen en la habitación una imagen de la Virgen? ¿Les enseñamos a saludarla? ¿Es una imagen que les gusta, adecuada a su sensibilidad?
4º) La Iglesia
Cuando estamos en el templo ¿cuidamos los mayores la compostura, tono de voz, genuflexiones, etc, para dar ejemplo de nuestra fe a los pequeños?
¿Aprovechamos nuestras visitas a la iglesia para darles breves explicaciones sobre lo que hay en ella (el sagrario, las imágenes, los altares, etc.)? ¿Conocemos bien nosotros el nombre y el significado de los objetos?
La iglesia-templo es una pedagogía de la Iglesia universal. ¿Les explicamos, cuando estamos aquí, la Iglesia como comunidad y familia de todos los fieles cristianos, que profesan una misma fe y participan en los mismos sacramentos?
¿Sabemos hablarles del Papa y de los Obispos? ¿Les enseñamos a quererlos?
¿Les hablamos en especial del matrimonio y el sacerdocio, ahora que reciben tantos ataques en los medios de comunicación?
Y sobre todo ¿les enseñamos a amar los sacramentos frecuentándolos nosotros mismos?
¿Les presentamos la misa dominical como el corazón de la semana, que alienta todas nuestras actividades? En nuestra casa ¿es el domingo un verdadero día de fiesta, o simplemente un día sin trabajo?
5ª) Formación del carácter y lucha ascética
¿Les concretamos pequeños propósitos para que los cumplan con deportividad y alegría, como un juego (encargos domésticos, orden de la habitación, ayuda a sus hermanos, etc. )?
¿Sabemos plantearles las virtudes en sentido positivo, como deporte y autosuperación? ¿Evitamos broncas, exabruptos, amenazas? ¿Hacemos ver que lo que nos interesa no es tanto que las cosas se hagan como que él o ella mejore?
Las tareas domésticas son signo, fruto y pedagogía de la unión familiar. ¿Las presentamos como escuela de virtudes o por el contrario como carga engorrosa y aburrida?
¿Procuramos colaborar TODOS, cada cual a su modo, en las cosas de la casa? ¿Manifestamos así que nos queremos y servimos, siguiendo el ejemplo del Señor?
Entre la misa y la mesa, entre los sacramentos y la caridad fraterna hay una íntima conexión: ¿Cómo son nuestras tertulias familiares, por ejemplo en la sobremesa? ¿Sabemos escucharnos? ¿Nos interesamos por las pequeñas historias de los niños?
pabloprieto100@hotmail.com
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